#13 Argentine Jungle Stories


Hola a todos y todas, en el episodio de hoy, te voy a contar un cuento fácil de entender de un escritor que vivió en Argentina. El cuento se llama La Tortuga gigante. ¿Sabías que en Argentina hay selva subtropical? Esta historia tiene a un cazador y una tortuga como protagonistas. ¿De qué va a tratar el cuento? ¿Qué decís? Bienvenidos y bienvenidas a Argentalk, historias en español argentino. Me llamo Mariel y soy tu profe de español en este podcast. Si querés tener acceso a las transcripciones gratuitas del episodio, podés entrar a www.argentalk.com.

 

Buenas, buenas. ¿Cómo va todo? Como te imaginarás, como podés notar, estoy tratando de publicar todas las semanas, pero bueno, si podés ayudarme un poquito y contarme qué cosas te gustaría escuchar, probablemente pueda publicar un poco más seguido.

 

Bueno, si es la primera vez que pasás por el podcast, te cuento que yo estoy en un road trip por Argentina, estoy viajando por el país y te quiero mostrar los lugares escondidos que están acá. Y hasta ahora visité las provincias de Entre Ríos, Corrientes y ahora estoy en Misiones. Y, justamente porque ahora estoy en Misiones es que quiero contarte esta historia.

 

Hoy quiero contarte sobre Horacio Quiroga, que es un escritor… la verdad, es un escritor uruguayo, pero que vivió mucho tiempo en Argentino, y bueno también, como bien sabés, Uruguay tiene castellano rioplatense, y él es considerado uno de los mejores cuentistas de América Latina. Él vivió, bueno, hace mucho tiempo, entre fines del siglo y principios del siglo 20. En su vida, sintió una gran admiración por la selva y por eso se vino a vivir a Misiones. Un poco inspirado por Kipling, el escritor del Libro de la Selva, él creó su propio libro de Cuentos de la Selva de América Latina, así que eso es lo que te voy a leer hoy, te voy a leer una historia un poquito adaptada a estos tiempos, ¿no? No con un lenguaje tan antiguo y tan neutro.

 

Te voy a leer una historia que se llama La Tortuga Gigante, que si no leíste mucho de español… especialmente español de Argentina, creo que es una buena manera de empezar a escuchar un poco y leer un poco el español de acá.

 

Lo interesante del episodio de hoy es que vas a poder participar de un pequeño quiz que te voy a poder contestar la próxima semana. Como siempre te digo, estos programas que hago, estos episodios, son un poco más pasivos, ¿no? Es más para escuchar, para entender vocabulario nuevo, para poder aprender con el contexto. Entonces, por eso también voy a introducir un poco estos quiz, a ver si te gustan, que es un poquito más activo, ¿no? Entonces, según la información que vas escuchando, si podés responder a estas preguntas, ya vas a ir viendo que vas a pensar un poquito más en español, especialmente español de Argentina. Vas a poder hacer una actividad un poquito más activa de lo que siempre te propongo. Y después, bueno, si podés practicar hablando, es el mayor objetivo… lo mejor que podés lograr como un estudiante de español argentino.

 

Así que bueno, hoy voy a ir un poquito más al grano y ya vamos a empezar con la historia que te quiero contar. Como te estaba diciendo, Horacio Quiroga era un escritor uruguayo que vivió por mucho tiempo en Buenos Aires y después en Misiones. Otra vez, si te interesa el tema, te puedo contar sobre la vida de Horacio Quiroga que, por cierto, fue una vida bastante trágica, bastante complicada. Y entonces, él escribió esta serie de cuentos que se llama Cuentos de la Selva que, de hecho, si estás en mi Newsletter o te querés suscribir a mi Newsletter, te puedo enviar el libro para que puedas leerlo entero. Pero hoy solamente voy a leerte la Tortuga Gigante, que es uno de los primeros cuentos de este libro. Y la historia empieza así…

 

Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y laburante. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a los que les daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:

– Vos sos amigo mío, y sos un hombre bueno y laburante. Por eso, quiero que te vayas a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para curarte. Y como vos tenés mucha puntería con la escopeta, cazá bichos del monte para traerme el cuero, y yo te voy a dar plata adelantada para que tus hermanitos puedan comer bien.

 

El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Allá hacía mucho calor, y eso le hacía bien. Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo, construía en cinco minutos una casita con hojas de palmera, y allá pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.

 

Había hecho un atado con el cuero de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de querosene (esos mates se llaman porongos. El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente, un día en el que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre, el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía re buena gran puntería, le apuntó entre los ojos, y le partió la cabeza. Después, le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.

 

— Ahora se dijo el hombre voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.

 

Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que ya estaba lastimada, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne.

 

Aunque estaba con mucha hambre, el hombre sintió lástima por la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su casita y le vendó la cabeza con tiras de tela que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre.

 

La tortuga quedó en un rincón, y allá pasó días y días sin moverse.

 

El hombre la curaba todos los días y después le acariciaba el lomo.

 

La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo.

 

Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre se dio cuenta que estaba muy enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.

 

— Voy a morir dijo el hombre. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quién me dé agua siquiera. Voy a morir acá de hambre y de sed.

 

Y al poco rato la fiebre subió todavía más, y se desmayó.

 

Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces:

 

— El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo lo voy a curar a él ahora.

 

Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba acostado sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.

 

Todas las mañanas, la tortuga daba vueltas por el monte buscando yuyitos cada vez más ricas para darle al hombre, y le dio lástima no poder subirse a los árboles para llevarle frutas.

 

El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, ya que ahí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:

 

— Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir acá, porque solamente en Buenos Aires hay medicación para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir acá.

 

Y como él lo había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que antes, y volvió a desmayarse. Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:

 

— Si se queda acá en el monte se va a morir, porque no hay medicamentos, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.

 

Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como sogas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, el cuero y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje.

 

La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, nadó cruzando ríos muy anchos, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar se detenía, deshacía los nudos y acostaba al hombre con mucho cuidado en un lugar donde hubiera pasto bien seco.

 

Iba entonces a buscar agua y yuyos tiernos, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir.

 

A veces, tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua! ¡agua! a cada rato. Y cada vez, la tortuga tenía que darle de tomar.

 

Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces quedaba acostada, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:

 

— Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y solo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir acá, solo en el monte.

 

Él creía que estaba siempre en su casita, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino.

 

Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada.

 

Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto al cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella.

 

Pero resulta que ya estaba en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Esa luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.

 

Pero un ratón de la ciudad encontró a los dos viajeros moribundos.

 

— ¡Qué tortuga! dijo el ratón. Nunca había visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña?

 

No le contestó con tristeza la tortuga. Es un hombre.

 

-¿Y dónde vas con ese hombre?

 

— Voy… voy… Quería ir a Buenos Aires contestó la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se escuchaba. Pero vamos a morir acá porque nunca llegaré…

 

¡Ah, tonta, tonta! dijo riendo el ratoncito. ¡Nunca vi una tortuga más tonta! ¡Ya llegaste a Buenos Aires! Esa luz que ves allá es Buenos Aires.

 

Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque todavía tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.

 

Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y completamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado. para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar medicamentos, con los que el cazador se curó enseguida.

 

Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara medicamentos, no quiso separarse de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija.

 

Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el Jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.

 

El cazador la va a ver todas las tardes y ella reconoce desde lejos a su amigo, por los pasos. Pasan un par de horas juntos, y ella no quiere nunca que él se vaya sin que le dé una palmadita de cariño en el lomo.

 

Bueno, y este es el fin de la historia. Es el final de la Tortuga Gigante, que obviamente, como se habrán dado cuenta es una historia para chicos, es una historia para niños acá en Argentina. Así que bueno, como te prometí, ahora voy a hacer algunas preguntas que voy a contestar en el próximo episodio.

 

  1. ¿Por qué el hombre se fue al monte?

  2. ¿Qué trabajo hacía el hombre en el monte para ayudar a sus hermanos?

  3. ¿Qué hizo el hombre por la tortuga? ¿Y la tortuga por el hombre?

  4. ¿Qué habría pasado si el ratón no hubiese aparecido?

  5. ¿Qué hizo el hombre cuando supo que la tortuga le había salvado la vida?

Bueno, espero que te haya gustado la historia y que la hayas podido entender. Igual acordate que si estás suscripto o suscripta a la Newsletter, te va a llegar el libro en PDF, y si por ahí te suscribiste más tarde, podés escribirme y pedirme el PDF del libro de Cuentos de la Selva.

 

Ya en el próximo episodio también vamos a ver una historia más real de una persona que también vive en la selva y que también fue cazador.

 

Muchas gracias por escucharme. Estoy contenta de ayudarte y también inspirarte para seguir aprendiendo el castellano rioplatense. Podés encontrar la trascripción del episodio si entrás a Argentalk.com. Si te gusta este podcast, no te olvides de suscribirte y dejarme 5 estrellas en tu plataforma favorita. Chau, chau.